Mi abuela decía que los que hablaban solos estaban locos de atar... Probablemente, mi abuela tuviera algo de razón...
¡¡PEEEEEEDROOO!!
Mi padre le llamaban Pedro y también Pere y como decía don Antonio Machado, era, en el buen sentido de la palabra,
un hombre bueno y no lo digo por un amor paternal, aunque, evidentemente, lo
tenga.
Sinceramente
lo digo porque es cierto.
Mi
padre se quedó huérfano de pequeño y unos parientes lejanos lo acogieron en
Barcelona .
Llegó
a Catalunya en los años treinta. Tenía doce o trece años y llevaba una maleta
de cartón duro y pantalones cortos. Parecía que lo hubieran sacado de una
película en blanco y negro de Berlanga.
Es paradójico,
por no decir otra cosa, pero todavía desconozco el pueblo que nació mi padre.
Estoy convencido que era un pueblo, y estoy exagerando.
De jovencito
se puso a trabajar y vivió en el Barrio Chino.
Un
barrio encantador.
Es
curioso pero en aquella época en el Barrio Chino no habían chinos, habían
putas y ahora que hay miles de asiáticos, pakistaníes y también putas... se llama El Raval...
Pues
sí, cuando llegó a la gran ciudad, se puso a trabajar hasta los sesenta y cinco
años. Descansó unos años y después se murió. También dejó de trabajar cuando
estuvo en la puñetera guerra, sin saber, como miles de jóvenes, que demonios
hacía él allí.
Y
cuando terminaron de pegarse tiros, los unos con los otros y había
sobrevivido milagrosamente, por si quedaba alguna duda en saber quien mandaba entonces,
le invitaron a participar, incondicionalmente, en el Patriótico Servicio
Militar. Se lo tomó bien. No sufrió ningún trastorno mental... que yo sepa.
Pues
después de toda esta trepidante carrera castrense, regresó a Barcelona y siguió
trabajando en la fábrica.
Siempre
he pensado que mi padre debía ser un crack y mi madre una malabarista. Os lo
cuento. Con el miserable sueldo de mi pobre padre, mal vivíamos, en un piso de
cuarenta metros cuadrados, mis padres, mi hermano, mis abuelos, un servidor, y
durante unos años, en los fines de semana, nos acompañaba el hijo de unos de
los dos hermanos de mi padre que, como miles de pobres desgraciados, antes y
después de la guerra civil española, se fueron a buscar fortuna a Venezuela.
Mi
padre, se lo pensó dos veces o quizá ni se lo pensó y en lugar de embarcarse y
cruzar el charco, siguió en su fábrica.
Pues
bien, en un arrebato de conciencia y aborrecidos por las “travesuras” de su único hijo, mis tíos decidieron traer a mi primo
a Barcelona, para que la prestigiosa Salle Bonanova, tutelada por los clérigos,
intentaran educarlo, aunque el adjetivo adecuado era “civilizarlo”. Era lo más parecido al “pequeño salvaje” de François Truffaut.
En
honor a la verdad, y sin que sirva de precedente, los hermanos de La Salle,
algo hicieron. Mi primo venezolano, al terminar su cautiverio en la pequeña
sucursal vaticana, no usaba la honda contra los pacíficos transeúntes de
nuestra calle. Después regresó a las Américas.
Pues
cuando mi padre se murió, aquellos parientes quisieron ofrecerle una misa.
Yo
creo que, una vez muerto, hubiera preferido que le sentaran y le ataran en el sidecar de su
vieja y querida Sanglas de los
cincuenta, emulando la epopeya del Cid Campeador y darse el último garbeo por el
Barrio Chino de Barcelona.
En
la iglesia había poca gente. Mi padre no tenía ni familiares ni amigos ni
conocidos ni saludados, por eso no pude preguntar a nadie lo de su pueblo. Ni
mi madre sabía de dónde vino aquel hombre.
También
es cierto que no se cabreaba con nadie.
Salió
el cura que tenía ochenta y diez años, sordo como una tapia. Detrás, el
monaguillo, mucho más joven que él. Debía rondar los setenta. No estaba sordo
pero... le faltaba un hervor. Depositó en el altar, los utensilios que llevaba
y se sentó en un rincón viendo pasar las musarañas.
El
cura con talante decidido y dispuesto a finiquitar con celeridad aquel trámite
eclesiástico, abrió los brazos y empezó su particular homilía.
“Queridos feligreses, estamos aquí en la casa de Dios
para despedir a nuestro hermano…
Hubo
un silencio…
“…a nuestro hermano…
Miró
de refilón al monaguillo que estaba transpuesto y no se enteraba de la misa la
mitad, nunca mejor dicho, y se encogió de hombros.
Yo
no me lo podía creer, bueno... en verdad sí que me lo creía, el cura jamás
había visto a mi padre, por más “hermano”
que dijera.
No acordarse
del nombre de mi padre, era simplemente por un problema mental, porque yo creo
que no se acordaba ni del suyo...
Los
familiares que estábamos en la primera fila, le apuntamos:
Pedro, Pedro…
El
audífono no le funcionaba bien y seguía sin enterarse.
¡Pedro!,
gritaba la gente de atrás.
Al final
en toda la iglesia se oía: ¡Pedro!...
¡Pedro!
El
cura, confundido, oía voces y se creía que eran voces celestiales y que había
llegado su hora...
Pero
como todavía estaba en el altar y tenía la obligación moral de terminar con
aquella pantomima, intentaba recordar el nombre del difunto, o sea, el de mi
padre.
Miraba
al monaguillo en busca de ayuda, pero éste, ahora ya dormía...
De
pronto y ante la estupefacción del fervoroso aforo de la iglesia, se levantó
una mujer castigada por la edad y por las esperas interminables en las esquinas
de la calle Robadors, del barrio más pecador de Barcelona.
Era
“ La Loli”. Permanecía sola, sentada
en uno de los últimos bancos de aquella iglesia.
Con
un pañuelo de papel se limpiaba su arrugada cara que estaba manchada de rímel,
lágrimas y crema barata.
“La Loli”
conoció a mi padre y se acordaba del día que cumplió los dieciséis años y le
arregló la fimosis con un viaje ancestral que mi padre vio las estrellas y lodos
los planetas.
Por
ser la primera vez no le cobró nada y después mi padre le pagaba a plazos según
las manualidades que “La Loli” le practicaba.
“La Loli” tenía un temperamento muy fuerte y como dice
el amigo Sabina tenía:
“...la frente muy alta
la falda muy corta y
la lengua muy larga...”
Pues
“La Loli” cabreada y con aquella dulce
voz de haberse fumado toda la reserva de los “bisontes” sin filtro, del estado de Montana de los Estados Unidos,
lanzó un grito desgarrador:
“¡¡PEEEDROO!!”
La
iglesia retumbó y a la mayoría de los asistentes nos vino a la cabeza la imagen
de Penélope Cruz cuando gritó el nombre de Pedro Almodóvar en la entrega de los
Oscar del año 2000.
“¡Pedro, hermano Pedro!”
Dijo
el cura.
“¡Aleluya!”
“¡Bendito sea el Señor!”
¡Aleluya! ¡Aleluya!
“La madre que te parió...” Musité.
“Bendito sea tu otorrino...”
¡Aleluya! ¡Aleluya! Seguía alabando al cielo...
Todos los feligreses nos levantamos cantando, ¡Aleluya! ¡Aleluya! y a continuación, todo el improvisado coro de feligreses, irreverentes y desmadrados, cantamos la famosa canción “La marcha de los Santos” (When The Saints
Go Marching In). Hasta el octogenario monaguillo, se despertó de su plácida siesta y con la vista perdida, movía las caderas con los brazos en alto. Solo hubiera faltado salir todos de la iglesia y recorrer las calles de Barcelona en una procesión, en esta ocasión sin muerto, al mejor estilo de de los clásicos entierros en Nueva Orleans. Me encanta Nueva Orleans, me encanta el jazz y me encantan los desfiles encabezados por una banda de músicos tocando jazz detrás del féretro, seguidos de los familiares y amigos bailando y cantando por la calle Bourbon, en el barrio francés. Por cierto, son los cien metros más excitantes y pervertidos que jamás he visto: un bar de copas, un sex chop, música en vivo, una casa de putas, sesiones de jaz, un bar de copas... Pero no. Seguimos todos en la iglesia esperando a que el cura y su peculiar ayudante, recuperaran el aliento y bendijera el alma de mi padre. Pues a pesar de todas estas incidencias, mi madre quedó complacida por haber oficiado una misa a su difunto marido.
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