Mi abuela decía que los que hablaban solos estaban locos de atar... Probablemente, mi abuela tuviera algo de razón...
“HAKUNA MATATA”
En
los años 60, mi tío, que no solo aparentaba, sino que tenía mucha pasta, era el
rico de los tres hermanos. Huelga decir que mi madre era la más pobre de todos…
No
tenía descendientes pero tanto mi hermano como yo, nunca habíamos participado
en el hipotético “concurso” de una
futura herencia. Estaba claro que no gozábamos del perfil apropiado para
obtener ni una peseta.
Pues
el tío viajaba por todo el mundo y se gastaba el dinero como le venía en gana..
En
uno de sus viajes se fue a Kenia con Rodríguez de la Fuente.
Sí,
amigos. En aquellos años, el amigo Félix, se ganaba la vida haciendo safaris
para grupos reducidos y potentados en el África Negra.
Un
África dónde existía un país llamado el “Congo Belga”.
¿Os
acordáis?
Yo
tenía 11 años y me impactó la película que mi tío filmó y posteriormente
proyectó, un día de Navidad, a toda la familia. Por cierto, en mi casa,
suspirábamos que llegara ese día y no por su carácter religioso, además de
pobres éramos ateos. Decía que nuestro anhelo por el día Navidad era simple y
llanamente para comer con voracidad todo lo que aparecía en aquella lujosa y
condimentada mesa.
Eso
sí, en la sobremesa, el rico anfitrión, montaba los artilugios para proyectar,
con orgullo y un ápice de pedantería su última producción, fruto de su reciente
viaje por algún lugar del mundo y que a la mayoría de los presentes nos
resultaba del todo desconocido ya que no habíamos ido más allá de la Costa
Brava.
En
honor a la verdad, años más tarde yo rebasaba la maravillosa costa rocosa de
Girona y me adentraba más allá de los Pirineos y en Perpiñán, compraba algunos libros
prohibidos en España, veía algunas películas de “arte y ensayo” o sexo puro y
si encontraba algún maromo que me invitaba a almorzar, me zampaba una bullabesa
en Colliure, después de visitar la tumba de Machado.
Por
desgracia, nada de todo esto quedaba grabado en versión cinematográfica. Pero
juro por los manjares del querido hermano de mi madre, que es verdad.
Bien.
Volvamos a Kenia. Mientras yo veía aquellas escenas con los animales salvajes
corriendo por la selva y todos aquellos negritos cargados de maletas, Vuitton
claro, encima de sus cabezas, delante de mi tío vestido como el abuelo del
Coronel Tapioca tocado con su salacot inglés, y mi tía con un parecido
asombroso a Meryl Streep en Memorias de África, con su traje chaqueta de Côco
Chanel y su pamela blanca… me prometí que cuando fuera mayor, también viajaría
a esta África Negra para mí desconocida… con una mochila, pero viajaría.
Tarde
y sin mochila, lo he conseguido.
Lástima
que mi experiencia por Kenia…no se la pude contar a mi tío.
A
los setenta años se murió de una sobredosis de viagra.
Era
un cabroncete…
Se
loa tiraba a todas…Insaciable.
En
su casa, las criadas, que ahora se llaman servicio doméstico, circulaban con
una fluidez desorbitada.
Una
vez muerto seguía empalmado como un semental, el cabrón.
Mi
hermano, fue el desdichado responsable de esparcir las cenizas del difunto en
un lugar indefinido. Al menos yo lo desconozco.
Creo
que se arrepintió toda la vida.
Me
contaba mi hermano, que viajando en el helicóptero y sobrevolando el lugar
elegido, el piloto le indicó que abriera el cristal de la pequeña ventanilla
del aparato y que cuando virara hacia la derecha, podía tirar a su señor tío
por los aires, bueno, lo que quedaba de él.
Mi hermano, con cara de circunstancias, abrió la urna
y esparció las cenizas de nuestro querido tío, obedeciendo al piloto.
Y como las desgracias no vienen solas, las palas del
rotor de aquel artefacto, provocaron que instantáneamente aquellas cenizas
volvieran a su lugar de origen.
La gran mayoría entraron por la ventana y la boca
abierta que se le quedó a mi pobre hermano cuando se encontró envuelto en
cenizas.
¡Qué asco, Dios!
Pero lo grave no es que mi hermano tuvo que hacerse
un lavado de estómago, de garganta y de paladar con algún brebaje y vomitar
cada diez minutos para sacar aquel ser en polvo de su cuerpo, lo grave no fue
que el pobre piloto estuvo dos días limpiando el interior del aparato que
parecía un gigantesco cenicero...
Para mí, lo más grave y triste es que mi tío terminó
su vida en el interior de un aspirador.
Pero como dijo el Santo Padre: “Los caminos del
Señor son inescrutables...”
¡Qué cruel es la vida!
Pues
cuando mi esposa cumplió los 50… No. No me meteré con ella. Dios me libre.
En
su aniversario, un servidor, mis hijos simbólicamente, y la complicidad de dos
entidades bancarias, le regalamos un espectacular y exclusivo viaje a Kenia.
Ciertamente
en aquel viaje sucedieron unas anécdotas dignas de mención.
A la llegada al Campamento Bedouin, ubicado en medio
de la selva keniana, uno de los tres “resorts”
que pernoctamos, nos advirtieron que estábamos expuestos al riesgo, más o menos
controlado, de animales salvajes que deambulaban por los alrededores de las
cabañas.
Este campamento está emplazado en las afueras del
Parque Samburu y no había ninguna valla de protección.
En definitiva, los únicos animales que vimos, fueron
una manada de elefantes que durante el día y la noche cruzaba el campamento en
busca de los 500 kilos de forraje, hierbas, hojas, tallos y raíces que necesita
cada uno de ellos, diariamente, para subsistir.
Uno de ellos se encaprichó de nuestra tienda,
mientras que nosotros estábamos almorzando frente al río.
Al llegar a la tienda, nos dijeron que entráramos
por la parte trasera. El paquidermo, al oírnos, se alejó lentamente de nuestra
morada, que en su parte delantera había sufrido varios desperfectos.
Durante más de media hora, estuvimos contemplando al
animal, que con su larga trompa, arrancaba matojos de hierbas y después de
desempolvarlos los introducía en la boca. Esta operación la efectuó hasta la
saciedad.
A la hora prevista, nos dispusimos a abandonar la
tienda en dirección al vehículo que nos esperaba para realizar uno de los
safaris vespertinos.
Reconozco que fui muy atrevido y despistado y me aproximé
en exceso a la mole de cuatro metros de altura y seis toneladas de peso.
Cuando me tuvo frente a él, su monumental cabeza se
ladeó de derecha a izquierda y sus enormes orejas se separaron del cuerpo,
moviéndose adelante y atrás provocando una inmensa polvareda.
Su larga y enorme trompa, se levantó por encima de
su descomunal cabeza, su cuerpo se movía bruscamente
y entre sus enormes patas apareció un gigantesco y erecto miembro
estratosférico y de su boca surgió el terrible berrido característico de
estos animales.
Cuando vi y oí aquel monstruo a tan sólo 20 metros
de distancia, sentí que mi vida terminaría allí. En una remota selva de Kenia.
No obstante, opté por hacer lo más sensato, normal y coherente del mundo:
correr.
Luego
supe que es lo último que tienes que hacer.
Un servidor hacía muchos años que no practicaba este
brusco movimiento mecánico de piernas y a los dos pasos, me di de bruces en el
suelo.
Además, tuve la mala suerte de caerme encima de unas
ramas de acacias repletas de afilados pinchos que se me incrustaron en
diferentes partes del cuerpo.
El
objetivo de mi cámara Nikon, también se me clavó en las costillas.
No sentía
dolor, porque estaba atemorizado, y eso que me dolía
todo el cuerpo.
Esperaba que aquel enorme y salvaje mamífero me
aplastara como a un vulgar escarabajo.
A los pocos segundos, alcé la vista tímidamente y
observé que ni a izquierda ni a la derecha había nadie.
Ahora, tranquilamente en mi casa, pienso que podría
haber estado el Rey.
Si hubiera estado allí, juro por él que me hago
monárquico de por vida.
Y si hubiera estado allí, no le hubieran caído
tantos palos con este titular:
“Juan
Carlos I, Rey de España, salva la vida de un súbdito español, en la selva
keniana, tras disparar, certeramente, a un feroz elefante salvaje.
Su
Majestad el Rey de España, conocido por su afición a la caza mayor, es un
experto cazador y en esta ocasión no ha errado el disparo salvando al pobre
turista español de morir aplastado por aquel enorme mamífero.
¡Dios
salve al Rey!”
Pues no, no estaba ni Dios... por supuesto.
Pero tampoco estaba el Rey.
Y pensar que todo ese follón fue
por un polvete en Botswuana...
¡Joder, tío, quédate en Móstoles,
coño!
En fin, cosas de la nobleza.
Instantes después, me revolví, como pude sobre mi
cuerpo y desde el suelo comprobé que el elefante permanecía en el mismo lugar.
Me miraba, y sus ojos me dijeron que yo era un intruso y que me mantuviera a
distancia.
Sólo quiso asustarme. No era ni tan salvaje, ni tan
cruel como yo creía.
Me levanté y pensé en Anna. También pensé que corría
más que yo.
Estaba en la tienda y vio toda la pintoresca escena.
Después me confesó que cuando me vio caer, se
preocupó por mí, pero se alegró por ella. El elefante se hubiera cebado
conmigo...
Nuca me percaté del ácido sentido del humor de mi
querida esposa.
El personal del campamento observó el incidente y
rápidamente nos vinieron a buscar con un guardia de seguridad, ataviado con un
traje de camuflaje y un rifle de la primera Guerra Mundial.
Dando un rodeo por detrás de nuestra tienda para
evitar un nuevo enfrentamiento con el “hospitalario”
elefante, llegamos a la tienda comedor-bar-recepción.
Cuando Samantha, la propietaria del campamento se
enteró del incidente, se preocupó desmesuradamente por mi estado de salud e
insistió en curarme las heridas más visibles que tenía en el brazo.
A los cinco minutos, me venía a recoger en su Range
Rover automático.
Lo del cambio automático justificaba la conducción con
una mano ya que la otra casi siempre la tenía ocupada sujetando una copa con
vino tinto.
Al subirme al coche y sin saber dónde me llevaría la
fogosa Samantha, mi mente aventurera se desbordó pensando como terminaría
aquella accidentada tarde.
A mi esposa Anna, la invitaron a quedarse en la
tienda y tuvo que esperar a que regresara.
Un par de kilómetros creo que separaban el Campamento
de la tienda de Samantha.
Al llegar, me invitó a
sentarme en un gran sofá de mimbre cubierto de abultados
almohadones.
Yo obedecí mientras miraba a mi alrededor en busca
de alguna persona.
No había nadie.
Después de unos minutos, se acercó con un frasco en
la mano y empezó a embadurnarme el herido antebrazo.
Se puso tan cerca de mí, que sus piernas desnudas
rozaban las mías que juntas, no sabía donde ponerlas.
Sin inmutarse, ella seguía masajeando mi dolorido
brazo, mientras que yo tenía a pocos centímetros de mi nariz, los cordones de
la blusa que colgaban por encima de sus redondeados senos.
Lo cierto es que a mí, lo que me dolía de verdad era
la rodilla de la pierna derecha. Durante toda la tarde tuve que soportar los
dos centímetros de aquella afilada aguja de la maldita acacia, clavada en el
interior de la piel, hasta que Anna con su habilidad característica y su
inseparable botiquín, me la extrajo al anochecer, a la tenue luz de un candil.
Pero, ¿quién era el valiente que en aquella
novelesca situación se bajara los pantalones para que la terapéutica sesión
siguiera por la pierna?
Lógicamente, seguí con los pantalones atados a la
cintura.
No sé si fue por el dolor de las heridas, que
empezaban hacer mella en mi magullado cuerpo, por la incomodidad de la situación
o por el calor asfixiante que se respiraba en aquella tienda, pero me iba
encontrando mal por momentos.
De pronto, y justo cuando las caderas de mi “enfermera” se ladearon un poco, vi
enfrente la rígida e inexorable figura del marido de Samantha.
En aquel momento sólo pensé que aquella pomada, que
con tanto mimo, mi “chére”, me
untaba el brazo, no serviría absolutamente de nada.
Lo que no me hizo el puñetero elefante, me lo haría
un furioso marido en un ataque de infidelidad conyugal inexistente.
En el peor de los casos, necesitaría el servicio
completo de un quirófano. ¡Búscalo en medio de aquella inhóspita selva...
Mientras cerraba los ojos en espera del fatal
desenlace de aquella caótica situación, oí que ambos se cruzaban unas palabras
con total normalidad y que el inglés daba media vuelta y se alejaba de la
tienda.
En aquel momento, me levanté, le di nuevamente las
gracias y, sin pensármelo dos veces, me dirigí al coche.
Ella me siguió y cuando el todo-terreno arrancó,
sentí un cosquilleo en las piernas.
“Hakuna matata”. Oí en mi interior la famosa frase africana.
En
Kenia nunca pasa nada…
Aquella noche, y durante la cena, Samantha se sentó
a mi lado, ocupando el extremo de la mesa y el marido en la otra cabezera.
El ágape lo compartimos con un matrimonio
norteamericano y sus tres hijos veinteañeros recién llegados llegado aquella
misma tarde.
Durante toda la velada, mi querida Samantha, siguió
comentando el desgraciado e inusual accidente con el elefante, y una vez más,
tuve que explicar, a los nuevos huéspedes, mi angustiosa experiencia. Por
supuesto, exagerando la aventura y con la tranquilidad que conlleva estando
vivo. ¿No?
Samantha se enteró que era la última noche que
pernoctábamos en el Bedouin y a partir de entonces se comportó más
entristecidamente y cuando se daba cuenta que la miraba, sus rubias pestañas se
movían a la velocidad de la luz.
Continuamente se preocupaba por mi brazo,
acariciando con su mano mis ya mejoradas heridas, gracias a sus esmerados
cuidados.
De repente, las potentes linternas de los sirvientes
“samburus” alumbraron a varios
elefantes que se paseaban a poca distancia de nosotros...
Mi amiga Samantha nos explicó que esta manada de
elefantes hacía mucho tiempo que se paseaba por el campamento y que ella “hablaba”
con ellos...
Acto seguido, se levantó y con la inseparable copa
de vino en su mano izquierda, me alargó la diestra, invitándome a que fuéramos
a verlos más cerca.
Yo decliné la invitación, no por temor a los
elefantes, sino por miedo a ella.
A la mañana siguiente, y como de costumbre, nos
trajeron el café a la tienda.
El Toyota Land Cruiser estaba preparado y todos los
sirvientes del campamento dispuestos a despedirnos.
Samantha no estaba.
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