miércoles, 6 de mayo de 2015

MIS MONOLOGOS PREFERIDOS

Mi abuela decía que los que hablaban solos estaban locos de atar... Probablemente, mi abuela tuviera algo de razón...


“HAKUNA MATATA”



En los años 60, mi tío, que no solo aparentaba, sino que tenía mucha pasta, era el rico de los tres hermanos. Huelga decir que mi madre era la más pobre de todos…
No tenía descendientes pero tanto mi hermano como yo, nunca habíamos participado en el hipotético “concurso” de una futura herencia. Estaba claro que no gozábamos del perfil apropiado para obtener ni una peseta.
Pues el tío viajaba por todo el mundo y se gastaba el dinero como le venía en gana..
En uno de sus viajes se fue a Kenia con Rodríguez de la Fuente.
Sí, amigos. En aquellos años, el amigo Félix, se ganaba la vida haciendo safaris para grupos reducidos y potentados en el África Negra.
Un África dónde existía un país llamado el “Congo Belga”.
¿Os acordáis?
Yo tenía 11 años y me impactó la película que mi tío filmó y posteriormente proyectó, un día de Navidad, a toda la familia. Por cierto, en mi casa, suspirábamos que llegara ese día y no por su carácter religioso, además de pobres éramos ateos. Decía que nuestro anhelo por el día Navidad era simple y llanamente para comer con voracidad todo lo que aparecía en aquella lujosa y condimentada mesa.
Eso sí, en la sobremesa, el rico anfitrión, montaba los artilugios para proyectar, con orgullo y un ápice de pedantería su última producción, fruto de su reciente viaje por algún lugar del mundo y que a la mayoría de los presentes nos resultaba del todo desconocido ya que no habíamos ido más allá de la Costa Brava. 

En honor a la verdad, años más tarde yo rebasaba la maravillosa costa rocosa de Girona y me adentraba más allá de los Pirineos y en Perpiñán, compraba algunos libros prohibidos en España, veía algunas películas de “arte y ensayo” o sexo puro y si encontraba algún maromo que me invitaba a almorzar, me zampaba una bullabesa en Colliure, después de visitar la tumba de Machado.
Por desgracia, nada de todo esto quedaba grabado en versión cinematográfica. Pero juro por los manjares del querido hermano de mi madre, que es verdad.   
Bien. Volvamos a Kenia. Mientras yo veía aquellas escenas con los animales salvajes corriendo por la selva y todos aquellos negritos cargados de maletas, Vuitton claro, encima de sus cabezas, delante de mi tío vestido como el abuelo del Coronel Tapioca tocado con su salacot inglés, y mi tía con un parecido asombroso a Meryl Streep en Memorias de África, con su traje chaqueta de Côco Chanel y su pamela blanca… me prometí que cuando fuera mayor, también viajaría a esta África Negra para mí desconocida… con una mochila, pero viajaría.
Tarde y sin mochila, lo he conseguido.
Lástima que mi experiencia por Kenia…no se la pude contar a mi tío.
A los setenta años se murió de una sobredosis de viagra.
Era un cabroncete…
Se loa tiraba a todas…Insaciable.
En su casa, las criadas, que ahora se llaman servicio doméstico, circulaban con una fluidez desorbitada.
Una vez muerto seguía empalmado como un semental, el cabrón.
Mi hermano, fue el desdichado responsable de esparcir las cenizas del difunto en un lugar indefinido. Al menos yo lo desconozco.
Creo que se arrepintió toda la vida.
Me contaba mi hermano, que viajando en el helicóptero y sobrevolando el lugar elegido, el piloto le indicó que abriera el cristal de la pequeña ventanilla del aparato y que cuando virara hacia la derecha, podía tirar a su señor tío por los aires, bueno, lo que quedaba de él.
Mi hermano, con cara de circunstancias, abrió la urna y esparció las cenizas de nuestro querido tío, obedeciendo al piloto.
Y como las desgracias no vienen solas, las palas del rotor de aquel artefacto, provocaron que instantáneamente aquellas cenizas volvieran a su lugar de origen.
La gran mayoría entraron por la ventana y la boca abierta que se le quedó a mi pobre hermano cuando se encontró envuelto en cenizas.
¡Qué asco, Dios!
Pero lo grave no es que mi hermano tuvo que hacerse un lavado de estómago, de garganta y de paladar con algún brebaje y vomitar cada diez minutos para sacar aquel ser en polvo de su cuerpo, lo grave no fue que el pobre piloto estuvo dos días limpiando el interior del aparato que parecía un gigantesco cenicero...
Para mí, lo más grave y triste es que mi tío terminó su vida en el interior de un aspirador.
Pero como dijo el Santo Padre: “Los caminos del Señor son inescrutables...”
¡Qué cruel es la vida!

Pues cuando mi esposa cumplió los 50… No. No me meteré con ella. Dios me libre.
En su aniversario, un servidor, mis hijos simbólicamente, y la complicidad de dos entidades bancarias, le regalamos un espectacular y exclusivo viaje a Kenia.
Ciertamente en aquel viaje sucedieron unas anécdotas dignas de mención.
A la llegada al Campamento Bedouin, ubicado en medio de la selva keniana, uno de los tres “resorts” que pernoctamos, nos advirtieron que estábamos expuestos al riesgo, más o menos controlado, de animales salvajes que deambulaban por los alrededores de las cabañas.
Este campamento está emplazado en las afueras del Parque Samburu y no había ninguna valla de protección.
En definitiva, los únicos animales que vimos, fueron una manada de elefantes que durante el día y la noche cruzaba el campamento en busca de los 500 kilos de forraje, hierbas, hojas, tallos y raíces que necesita cada uno de ellos, diariamente, para subsistir.
Uno de ellos se encaprichó de nuestra tienda, mientras que nosotros estábamos almorzando frente al río.
Al llegar a la tienda, nos dijeron que entráramos por la parte trasera. El paquidermo, al oírnos, se alejó lentamente de nuestra morada, que en su parte delantera había sufrido varios desperfectos.
Durante más de media hora, estuvimos contemplando al animal, que con su larga trompa, arrancaba matojos de hierbas y después de desempolvarlos los introducía en la boca. Esta operación la efectuó hasta la saciedad.
A la hora prevista, nos dispusimos a abandonar la tienda en dirección al vehículo que nos esperaba para realizar uno de los safaris vespertinos.
Reconozco que fui muy atrevido y despistado y me aproximé en exceso a la mole de cuatro metros de altura y seis toneladas de peso.
Cuando me tuvo frente a él, su monumental cabeza se ladeó de derecha a izquierda y sus enormes orejas se separaron del cuerpo, moviéndose adelante y atrás provocando una inmensa polvareda.
Su larga y enorme trompa, se levantó por encima de su descomunal cabeza, su cuerpo se movía bruscamente y entre sus enormes patas apareció un gigantesco y erecto miembro estratosférico y de su boca surgió el terrible berrido característico de estos animales.
Cuando vi y oí aquel monstruo a tan sólo 20 metros de distancia, sentí que mi vida terminaría allí. En una remota selva de Kenia. No obstante, opté por hacer lo más sensato, normal y coherente del mundo: correr.
Luego supe que es lo último que tienes que hacer.
Un servidor hacía muchos años que no practicaba este brusco movimiento mecánico de piernas y a los dos pasos, me di de bruces en el suelo.
Además, tuve la mala suerte de caerme encima de unas ramas de acacias repletas de afilados pinchos que se me incrustaron en diferentes partes del cuerpo.
El objetivo de mi cámara Nikon, también se me clavó en las costillas.
No sentía dolor, porque estaba atemorizado, y eso que me dolía todo el cuerpo.
Esperaba que aquel enorme y salvaje mamífero me aplastara como a un vulgar escarabajo.
A los pocos segundos, alcé la vista tímidamente y observé que ni a izquierda ni a la derecha había nadie.
Ahora, tranquilamente en mi casa, pienso que podría haber estado el Rey.
Si hubiera estado allí, juro por él que me hago monárquico de por vida.
Y si hubiera estado allí, no le hubieran caído tantos palos con este titular:
“Juan Carlos I, Rey de España, salva la vida de un súbdito español, en la selva keniana, tras disparar, certeramente, a un feroz elefante salvaje.
Su Majestad el Rey de España, conocido por su afición a la caza mayor, es un experto cazador y en esta ocasión no ha errado el disparo salvando al pobre turista español de morir aplastado por aquel enorme mamífero.
¡Dios salve al Rey!”
Pues no, no estaba ni Dios... por supuesto.
Pero tampoco estaba el Rey.
Y pensar que todo ese follón fue por un polvete en Botswuana...
¡Joder, tío, quédate en Móstoles, coño!
En fin, cosas de la nobleza.
Instantes después, me revolví, como pude sobre mi cuerpo y desde el suelo comprobé que el elefante permanecía en el mismo lugar. Me miraba, y sus ojos me dijeron que yo era un intruso y que me mantuviera a distancia.
Sólo quiso asustarme. No era ni tan salvaje, ni tan cruel como yo creía.
Me levanté y pensé en Anna. También pensé que corría más que yo.
Estaba en la tienda y vio toda la pintoresca escena.
Después me confesó que cuando me vio caer, se preocupó por mí, pero se alegró por ella. El elefante se hubiera cebado conmigo...
Nuca me percaté del ácido sentido del humor de mi querida esposa.
El personal del campamento observó el incidente y rápidamente nos vinieron a buscar con un guardia de seguridad, ataviado con un traje de camuflaje y un rifle de la primera Guerra Mundial.
Dando un rodeo por detrás de nuestra tienda para evitar un nuevo enfrentamiento con el “hospitalario” elefante, llegamos a la tienda comedor-bar-recepción.
Cuando Samantha, la propietaria del campamento se enteró del incidente, se preocupó desmesuradamente por mi estado de salud e insistió en curarme las heridas más visibles que tenía en el brazo.
A los cinco minutos, me venía a recoger en su Range Rover automático.
Lo del cambio automático justificaba la conducción con una mano ya que la otra casi siempre la tenía ocupada sujetando una copa con vino tinto.
Al subirme al coche y sin saber dónde me llevaría la fogosa Samantha, mi mente aventurera se desbordó pensando como terminaría aquella accidentada tarde.
A mi esposa Anna, la invitaron a quedarse en la tienda y tuvo que esperar a que regresara.
Un par de kilómetros creo que separaban el Campamento de la tienda de Samantha.
Al llegar, me invitó a sentarme en un gran sofá de mimbre cubierto de abultados almohadones.
Yo obedecí mientras miraba a mi alrededor en busca de alguna persona.
No había nadie.
Después de unos minutos, se acercó con un frasco en la mano y empezó a embadurnarme el herido antebrazo.
Se puso tan cerca de mí, que sus piernas desnudas rozaban las mías que juntas, no sabía donde ponerlas.
Sin inmutarse, ella seguía masajeando mi dolorido brazo, mientras que yo tenía a pocos centímetros de mi nariz, los cordones de la blusa que colgaban por encima de sus redondeados senos.
Lo cierto es que a mí, lo que me dolía de verdad era la rodilla de la pierna derecha. Durante toda la tarde tuve que soportar los dos centímetros de aquella afilada aguja de la maldita acacia, clavada en el interior de la piel, hasta que Anna con su habilidad característica y su inseparable botiquín, me la extrajo al anochecer, a la tenue luz de un candil.
Pero, ¿quién era el valiente que en aquella novelesca situación se bajara los pantalones para que la terapéutica sesión siguiera por la pierna?
Lógicamente, seguí con los pantalones atados a la cintura.
No sé si fue por el dolor de las heridas, que empezaban hacer mella en mi magullado cuerpo, por la incomodidad de la situación o por el calor asfixiante que se respiraba en aquella tienda, pero me iba encontrando mal por momentos.
De pronto, y justo cuando las caderas de mi “enfermera” se ladearon un poco, vi enfrente la rígida e inexorable figura del marido de Samantha.
En aquel momento sólo pensé que aquella pomada, que con tanto mimo, mi “chére”, me untaba el brazo, no serviría absolutamente de nada.
Lo que no me hizo el puñetero elefante, me lo haría un furioso marido en un ataque de infidelidad conyugal inexistente.
En el peor de los casos, necesitaría el servicio completo de un quirófano. ¡Búscalo en medio de aquella inhóspita selva...
Mientras cerraba los ojos en espera del fatal desenlace de aquella caótica situación, oí que ambos se cruzaban unas palabras con total normalidad y que el inglés daba media vuelta y se alejaba de la tienda.
En aquel momento, me levanté, le di nuevamente las gracias y, sin pensármelo dos veces, me dirigí al coche.
Ella me siguió y cuando el todo-terreno arrancó, sentí un cosquilleo en las piernas.
“Hakuna matata”. Oí en mi interior la famosa frase africana.
En Kenia nunca pasa nada…
Aquella noche, y durante la cena, Samantha se sentó a mi lado, ocupando el extremo de la mesa y el marido en la otra cabezera.
El ágape lo compartimos con un matrimonio norteamericano y sus tres hijos veinteañeros recién llegados llegado aquella misma tarde.
Durante toda la velada, mi querida Samantha, siguió comentando el desgraciado e inusual accidente con el elefante, y una vez más, tuve que explicar, a los nuevos huéspedes, mi angustiosa experiencia. Por supuesto, exagerando la aventura y con la tranquilidad que conlleva estando vivo. ¿No?

Samantha se enteró que era la última noche que pernoctábamos en el Bedouin y a partir de entonces se comportó más entristecidamente y cuando se daba cuenta que la miraba, sus rubias pestañas se movían a la velocidad de la luz.
Continuamente se preocupaba por mi brazo, acariciando con su mano mis ya mejoradas heridas, gracias a sus esmerados cuidados.
De repente, las potentes linternas de los sirvientes “samburus” alumbraron a varios elefantes que se paseaban a poca distancia de nosotros...
Mi amiga Samantha nos explicó que esta manada de elefantes hacía mucho tiempo que se paseaba por el campamento y que ella “hablaba” con ellos...
Acto seguido, se levantó y con la inseparable copa de vino en su mano izquierda, me alargó la diestra, invitándome a que fuéramos a verlos más cerca.
Yo decliné la invitación, no por temor a los elefantes, sino por miedo a ella.
A la mañana siguiente, y como de costumbre, nos trajeron el café a la tienda.
El Toyota Land Cruiser estaba preparado y todos los sirvientes del campamento dispuestos a despedirnos.
Samantha no estaba.











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